19 de noviembre de 2015

CARTA ENCÍCLICA LAUDATO SI’
 DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Capítulo V:
Algunas líneas de orientación y acción
 Segunda parte
La previsión del impacto ambiental de los emprendimientos y proyectos requiere procesos políticos transparentes y sujetos al diálogo.
Por el contrario, la corrupción, que esconde el verdadero impacto ambiental de un proyecto a cambio de favores, suele llevar a acuerdos espurios que evitan informar y debatir ampliamente.
Un estudio del impacto ambiental no de­bería ser posterior a la elaboración de un proyec­to productivo o de cualquier política, plan o pro­grama a desarrollarse.
Tiene que insertarse desde el principio y elaborarse de modo interdi­sciplinario, transparente e independiente de toda pre­sión económica o política.
Debe conectarse con el análisis de las condiciones de trabajo y de los posibles efectos en la salud física y mental de las personas, en la economía local, en la seguridad.
Siempre es necesario alcanzar consensos entre los distintos actores sociales, que pueden apor­tar diferentes perspectivas, soluciones y altern­tivas.
Pero en la mesa de discusión deben tener un lugar privilegiado los habitantes locales, quie­nes se preguntan por lo que quieren para ellos y para sus hijos, y pueden considerar los fines que trascienden el interés económico inmediato.
La participación requiere que todos sean adecuada­mente informados de los diversos aspectos y de los diferentes riesgos y posibilidades, y no se re­duce a la decisión inicial sobre un proyecto, sino que implica también acciones de seguimiento o monitorización constante.
 Cuando aparecen eventuales riesgos para el ambiente que afecten al bien común presente y futuro, esta situación exige «que las decisiones se basen en una comparación entre los riesgos y los beneficios hipotéticos que comporta cada deci­sión alternativa posible».
Al­gunos proyectos, no suficientemente analizados, pueden afectar profundamente la calidad de vida de un lugar debido a cuestiones tan diversas entre sí como una contaminación acústica no prevista, la reducción de la amplitud visual, la pérdida de valores culturales, los efectos del uso de energía nuclear.
En toda discusión acerca de un emprendi­miento, una serie de preguntas deberían plantear­se en orden a discernir si aportará a un verdadero desarrollo integral:
 ¿Para qué? ¿Por qué? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿De qué manera? ¿Para quién? ¿Cuáles son los riesgos? ¿A qué costo? ¿Quién paga los costos y cómo lo hará?
En este examen hay cues­tiones que deben tener prioridad.
Si la información objetiva lleva a prever un daño grave e irreversible, aunque no haya una compro­bación indiscutible, cualquier proyecto debería detenerse o modificarse.
En estos casos hay que apor­tar una demostración objetiva y contundente de que la actividad propuesta no va a generar daños graves al ambiente o a quienes lo habitan.
Hay discusiones sobre cuestiones relacio­nadas con el ambiente donde es difícil alcanzar consensos.

La Iglesia no pretende definir las cuestiones científicas ni susti­tuir a la política, pero invito a un debate honesto y transparente, para que las necesidades particu­lares o las ideologías no afecten al bien común.
La política no debe someterse a la econo­mía y ésta no debe someterse a los dictámenes y al paradigma eficientista de la tecnocracia.
Hoy, pensando en el bien común, necesitamos impe­riosamente que la política y la economía, en diá­logo, se coloquen decididamente al servicio de la vida, especialmente de la vida humana.

La salva­ción de los bancos a toda costa, haciendo pagar el precio a la población, sin la firme decisión de revisar y reformar el entero sistema, reafirma un dominio absoluto de las finanzas que no tiene futuro y que sólo podrá generar nuevas crisis des­pués de una larga, costosa y aparente curación.
La producción no es siempre racional, y suele estar atada a varia­bles económicas que fijan a los productos un va­lor que no coincide con su valor real.
Eso lleva muchas veces a una sobreproducción de algunas mercancías, con un impacto ambiental innece­sario, que al mismo tiempo perjudica a muchas economías regionales.
Lo que no se afronta con energía es el problema de la economía real, la que hace posi­ble que se diversifique y mejore la producción, que las empresas funcionen adecuadamente, que las pequeñas y medianas empresas se desarrollen y creen empleo.
La protección ambiental no puede asegu­rarse sólo en base al cálculo financiero de costos y beneficios.
El ambiente es uno de esos bienes que los mecanismos del mercado no son capaces de defender o de promover adecuadamente.

Tenemos que conven­cernos de que desacelerar un determinado ritmo de producción y de consumo puede dar lugar a otro modo de progreso y desarrollo.
Los esfuer­zos para un uso sostenible de los recursos natu­rales no son un gasto inútil, sino una inversión que podrá ofrecer otros beneficios económicos a medio plazo.
Se trata de abrir camino a oportunidades diferentes, que no implican detener la creatividad humana y su sueño de progreso, sino orientar esa energía con cauces nuevos.
Un camino de desarrollo productivo más creativo y mejor orientado po­dría corregir el hecho de que haya una inversión tecnológica excesiva para el consumo y poca para resolver problemas pendientes de la humanidad.
Podría generar formas inteligentes y rentables de reutilización, refuncionalización y reciclado; po­dría mejorar la eficiencia energética de las ciuda­des.
La diversificación productiva da amplísimas posibilidades a la inteligencia humana para crear e innovar, a la vez que protege el ambiente y crea más fuentes de trabajo.
Es más indigno, superficial y menos creativo insistir en crear formas de expolio de la naturaleza sólo para ofrecer nuevas posibilidades de consumo y de rédito inmediato.

 Sabemos que es insostenible el comportamien­to de aquellos que consumen y destruyen más y más, mientras otros todavía no pueden vivir de acuerdo con su dignidad humana.
Por eso ha llegado la hora de aceptar cierto decrecimiento en algunas partes del mundo aportando recursos para que se pueda crecer sanamente en otras par­tes.
Para que surjan nuevos modelos de pro­greso, necesitamos « cambiar el modelo de desa­rrollo global », lo cual implica reflexionar res­ponsablemente «sobre el sentido de la economía y su finalidad, para corregir sus disfunciones y distorsiones»
Un desarrollo tecnológico y económico que no deja un mundo mejor y una calidad de vida integral­mente superior no puede considerarse progreso.
Muchas veces la calidad real de la vida de las personas disminuye por el deterioro  del ambiente, la baja calidad de los mismos productos alimenticios o el agotamiento de algunos recursos.
El principio de maximización de la ganan­cia, que tiende a aislarse de toda otra considera­ción, es una distorsión conceptual de la economía
A ellos sólo les importa que aumente la producción, interesa poco que se produzca a costa de los recursos futuros o de la salud del ambiente; si la tala de un bosque au­menta la producción, nadie mide en ese cálculo la pérdida que implica desertificar un territorio, dañar la biodiversidad o aumentar la contamina­ción.
Es decir, las empresas obtienen ganancias calculando y pagando una parte ínfima de los costos.
Es verdad que hoy algu­nos sectores económicos ejercen más poder que los mismos Estados.
Pero no se puede justificar una economía sin política, que sería incapaz de propiciar otra lógica que rija los diversos aspec­tos de la crisis actual.
La lógica que no permite prever una preocupación sincera por el ambiente es la misma que vuelve imprevisible una preo­cupación por integrar a los más frágiles, porque « en el vigente modelo “exitista” y “privatista” no parece tener sentido invertir para que los lentos, débiles o menos dotados puedan abrirse camino en la vida »
Necesitamos una política que piense con visión amplia, y que lleve adelante un replanteo integral, incorporando en un diálogo interdisci­plinario los diversos aspectos de la crisis.
Muchas veces la misma política es responsable de su pro­pio descrédito, por la corrupción y por la falta de buenas políticas públicas.
Si el Estado no cumple su rol en una región, algunos grupos económicos pueden aparecer como benefactores y detentar el poder real, sintiéndose autorizados a no cumplir ciertas normas, hasta dar lugar a diversas formas de criminalidad organizada, trata de personas, narcotráfico y violencia muy difíciles de erra­dicar.

Una es­trategia de cambio real exige repensar la totali­dad de los procesos, ya que no basta con incluir consideraciones ecológicas superficiales mientras no se cuestione la lógica subyacente en la cultura actual.
Los textos religio­sos clásicos pueden ofrecer un significado para todas las épocas, tienen una fuerza motivadora que abre siempre nuevos horizontes.
Cualquier solución técnica que pretendan aportar las ciencias será impoten­te para resolver los graves problemas del mun­do si la humanidad pierde su rumbo, si se olvi­dan las grandes motivaciones que hacen posible la convivencia, el sacrificio, la bondad.
En todo caso, habrá que interpelar a los creyentes a ser coherentes con su propia fe y a no contradecirla con sus acciones, habrá que reclamarles que vuel­van a abrirse a la gracia de Dios y a beber en lo más hondo de sus propias convicciones sobre el amor, la justicia y la paz.
La mayor parte de los habitantes del plane­ta se declaran creyentes, y esto debería provocar a las religiones a entrar en un diálogo entre ellas orientado al cuidado de la naturaleza, a la defensa de los pobres, a la construcción de redes de res­peto y de fraternidad.
 Es imperioso también un diálogo entre las ciencias mismas, porque cada una suele encerrarse en los límites de su propio lenguaje, y la especialización tiende a convertir­se en aislamiento y en absolutización del propio saber.
Esto impide afrontar adecuadamente los problemas del medio ambiente. También se vuel­ve necesario un diálogo abierto y amable entre los diferentes movimientos ecologistas, donde no faltan las luchas ideológicas.

La gravedad de la crisis ecológica nos exige a todos pensar en el bien común y avanzar en un camino de diálogo que requiere paciencia, ascesis y generosidad, re­cordando siempre que « la realidad es superior a la idea ».

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