Hablar de reconciliación es un acto segundo. Supone que algo, alguien quebrantó la unidad, separó lo originalmente junto, generó la ruptura de un proceso o una relación en armonía paradisíaca.
Previo al perdón y la reconciliación que hoy necesita la humanidad hay una constatación indiscutible: la aterradora crisis ética y moral que se extiende por todas partes. Los indicadores están a la mano: la gran mayoría de seres humanos vive en situación de pobreza, esto significa que no logra satisfacer sus necesidades fundamentales.
Una pequeña parte de la población vive en el siglo XXI, mientras la gran mayoría se debate en códigos de bienestar de hace 50 años. Con el agravante del síndrome consumista que tienta a los pobres por el dinero fácil, rápido y a como dé lugar, es decir los convida a ser delincuentes. México, Nuevo León ilustran ostentosamente los efectos perniciosos de hacer coincidir la plenitud humana en la disponibilidad inmediata de bienes.
Cito el párrafo 30 del documento que los obispos latinoamericanos firmaron en la ciudad de Puebla en el año 1979: “Al analizar más a fondo tal situación, descubrimos que esta pobreza no es una etapa casual, sino el producto de situaciones y estructuras económicas, sociales y políticas, aunque haya también otras causas de la miseria. Estado interno de nuestros países que encuentra en muchos casos su origen y apoyo en mecanismos que, por encontrarse impregnados, no de un auténtico humanismo, sino de materialismo, producen a nivel internacional, ricos cada vez más ricos a costa de pobres cada vez más pobres. Esta realidad exige, pues, conversión personal y cambios profundos de las estructuras que respondan a legítimas aspiraciones del pueblo hacia una verdadera justicia social…”.
Pero éste no es el peor síntoma de que el mundo no anda bien; lo realmente grave es que las esperanzas para erradicar la pobreza las sostienen muy pocos. ¡Esto es lo peor!
¿Será posible mantener la lógica de la acumulación capitalista, del crecimiento ilimitado y lineal en un mundo finito? ¿Cuál es la fecha límite para evitar la quiebra de los sistemas ecológicos y la depredación de los recursos naturales sobre los que también tienen derecho las futuras generaciones? ¿Por qué la humanidad ha llegado al punto crucial de arriesgar su propia viabilidad y la de la biosfera?
La respuesta más remota se fija en las revoluciones iniciadas en el neolítico, con el descubrimiento de la semilla como medio de sustento, seguida por la revolución industrial y completada por la del conocimiento y la comunicación de los tiempos actuales.
A través de este eje histórico, el ser humano ha modificado su entorno. Por un lado, el progreso material, los avances científicos y el desarrollo tecnológico han hecho la vida más cómoda y prolongada para algunos; por el otro, el modelo ha devastado el sistema Tierra y ha deshumanizado las relaciones entre personas y pueblos.
Las rupturas provocadas por la prosperidad como razón única de la actividad humana son evidentes: el divorcio entre progreso y ecología, economía y justicia, política y ética, cultura y relación cordial con las cosas. La humanidad ha fracturado la re-ligación consigo misma, con el mundo, los otros y el sentido trascendente de su vida.
Al agotamiento sistémico y al devastador dualismo aquí descritos subyace esta razón antropológica difícil de ser cuestionada, en parte porque no es un elemento consciente, pero que de alguna forma está presente en todo aquello que a la especie humana le interesa salvaguardar.
¿A dónde vamos o qué hacer para no ir a donde nos lleva la arrogancia de la razón utilitaria? Antes que nada debatamos el modo de rechazar y contrarrestar esta pulsión de muerte que nos ha traído hasta aquí.
Va un aporte: inaugurar una narrativa alterna a fundamentalismos de cualquier tipo; un relato que sirva como mapa para retornar del exilio que nos hemos impuesto. Nos urge una tregua que ponga coto al pesimismo, que sirva de antídoto a la apatía y sirva como recordatorio permanente de lo que Leonardo Boff llama “los antiguos sueños de comunión”.
Hemos de insistir en la transparencia en lugar de la opacidad, en la preservación de la paz y no en su desmantelamiento, en la convicción inquebrantable de cambiar nuestra relación con el mundo a contrapelo de abdicar ante lo “irremediable”.
Este otro mundo posible requiere un enfoque peculiar: Mirar el mundo del Otro, de la víctima, del sujeto viviente. Este mundo está presente no sólo como signo que apunta hacia algo distinto que posiblemente podría llegar a ser. Su presencia es ya real y efectiva.
Hay personas y organizaciones que descubren las mentiras de los gobiernos y los poderosos; otros, compartiendo la austeridad, se autolimitan solidariamente y son compasivos con el pobre. No pocos optan por la promoción y defensa de la dignidad humana y de todo lo viviente.
Muchos sueñan la alteridad planetaria y se plantan en Davos, Porto Alegre, o la Explanada de los Héroes. El mensaje se condensa en lo que un “ocupante de Wall Street” le dijo al policía que lo golpeaba: “el modelo está agotado, tú eres de los nuestros”.
Así, imaginando la capacidad de perdón que permite volver a empezar una historia relacional sin amarguras ni resentimientos, se podrá volver a unir lo que la codicia ha separado.
Descifrando la moción del Espíritu no sólo en los logros y avances, sino y sobre todo en las ausencias, de modo que los débiles, las víctimas, los que no “cuentan” puedan aspirar a formar parte de la Vida de la que han sido excluidos.
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